Manuel “El Honrao”
*
Desde muy niño Manuel había demostrado una facultad extraordinaria para la lectura. A los cinco años leía las obras de Platón y Aristostéles con desenvoltura, y esgrimía argumentos sofísticos a su familia que le contemplaban con cara de desconcierto.
– ¿Qué haremos contigo Manolito? – suspiraba la afligida madre, mientras el padre bajaba su cabeza callado mirando sus encallecidas manos.
El niño creció en salud e inteligencia. A los diez años ya había decidido lo que quería ser de mayor: quería ser sabio. Se diseñó su propio plan de estudios e inflexible se embarcó en una tarea que calculó tardaría veinte años en cumplir. Se había propuesto leer todo el saber humano, y su portentosa memoria le permitía recordar con minuciosidad todos las ideas que los filósofos desde el origen de la escritura habían plasmado en los libros.
Al acabar la enseñanza obligatoria Manuel comenzó a ayudar a las tareas del campo. Hijo de familia humilde, su valor como fuerza de trabajo era la base para el mantenimiento del pequeño terreno que su padre vigilaba día a día. Cuando nada tenían que hacer el niño gustaba de leer en voz alta los libros que recogía de la biblioteca a su padre. El curtido campesino quedaba dormitando a la sombra del árbol, acunado por las palabras que monótonamente desgranaba su hijo.
Pronto llegó el día en que la bibliotecaria del pueblo cercano se hizo amiga de aquel portento de niño. Su necesidad acuciante de lectura sólo era satisfecha por continuos pedidos a la Biblioteca Nacional, sede de todos los libros que guardaban el saber de la humanidad forjado durante milenios. Matilde, la anciana bibliotecaria, no podía comprender cómo aquel jovenzuelo de quince años podía digerir con semejante velocidad tal caudal de información.
– Pero Manolito – le decía ritualmente cada vez que el chaval le traía la nueva lista de libros a pedir . – ¿Tú realmente los lees?
Aquello sólo era la puerta de entrada para que el joven comenzara a resumirle a la anciana las ideas centrales de cada libro y sus derivaciones axiomáticas. La mujer siempre quedaba boquiabierta ante la exactitud y precisión con que Manuel, habituado ya al manejo de las ideas, le mostraba las derivaciones y conexiones con el resto de pensadores que había leído.
A la edad de veinticinco años el joven ya había conseguido llegar hasta el Renacimiento. Aquel plan de estudios que se había forjado exigía la lectura minuciosa de todo el saber escrito en todas las culturas y desde el principio mismo de la fundación de la escritura. Había comenzado con el pensamiento religioso, para ir desembocando a la filosofía para llegar finalmente al estudio de la ciencia.
Una noche su madre vió que el joven se hallaba deprimido y sin la compañía del libro.
– ¿Que te ocurre Manolito? – le dijo inquieta por el temor que a su hijo le hubiera entrado algún tipo de sortilegio extraño, cosa en que creía mucho aquella mujer del campo.
El joven meneó la cabeza. Parecía triste y abatido por alguna razón que no fuera de este mundo. A la insistencia de su madre por fin sonrió levemente y con aquella timidez suya característica comenzó a explicar el motivo de su congoja.
– He leído cuatro mil quiniento años de historia, madre – le dijo el joven con aire cansado -. Y en todo ese tiempo parece que el hombre no haya conseguido alcanzar la verdad. Todo son guerras, muertes y falsedades que luego muestran su carácter al correr del tiempo.
El joven quedó callado y confuso. La digestión de la lectura comenzaba a resultar cada vez más dificil para él. Lejos de avanzar en sencillez las ideas, éstas se iban complicando y enrevesando a medida que avanzaba en su lectura. Parecía que el tiempo, lejos de aclarar la mente de los hombres, hiciera cada vez más confusa la búsqueda de la verdad.
– Madre… – le dijo aquel joven prodigio de la lectura con el rostro enrojecido. Parecía querer preguntar algo que le costase mucho de expresar.
– ¿Qué hijo mío? – le dijo la vieja aldeana preocupada aún por la salud de su retoño.
Manuel parecía luchar contra sí mismo para hacer aquella pregunta, finalmente dió un fuerte suspiro y miró fijamente a los ojos de su madre.
– La verdad – murmuró casi inaudiblemente – ¿existe?.
María de la Asunción le miró sonriente. A veces no conseguía comprender qué extraña enfermedad había agarrado a su hijo que le hacía tan distinto a los demás. Siempre encerrado leyendo, sin jugar nunca con los chicos de su edad. Más de una vez lo había comentado con el padre de Manuel, y éste se encogía de hombros mientras fumaba su cigarro lentamente y en silencio. El niño era así y nada había que hacer.
– Claro Manolito – le dijo suavemente y con una sonrisa de ánimo -. Claro que sí.
El joven miró largamente a su madre. Parecía que entre aquella analfabeta mujer y su hijo hiperletrado existiera una distancia medida en kilómetros de lecturas. Luego sus tímidos ojos comenzaron a brillar y poco a poco una sonrisa apareció en su rostro.
– Seguiré con mi plan de estudios – le anunció solemne a su madre -. Quizás es que todavía no he llegado al siglo en que la encontraron.
María no comprendió aquella respuesta pero continuó sonriéndole. Lo único que quería era que su hijo creciera fuerte en salud y alegría.
El estudio de la ciencia, moderno hallazgo de Occidente, le enfrascó más tiempo del que él mismo había considerado. Liberado ya del estudio de las religiones y las filosofías, que habían ido cayendo en desuso con el tiempo para permanecer monolíticas en sus afirmaciones, Manuel se enfrascó en aquella nueva literatura que prometía ofrecer la verdad y sólo la verdad a su lector. Abrumado por la extensión de información que existía el joven decidió leer sólo aquello que estuviera enfocado en el hombre: las ciencias humanas, que a su vez se dividían en antropología, psicología, sociología, economía y éstas a su vez en mil vertientes más.
Manuel a veces cerraba un libro desalentado ante tamaña dispersión. Anhelaba aquellas viejas lecturas de su niñez en la que unos pocos hombres hablaban de algo llamado sabiduría. Con el paso del tiempo aquella sabiduría se había fragmentando en tantas corrientes y escuelas distintas que incluso para él le costaba enormes esfuerzos conseguir almacenarlos en su memoria. Allí donde uno decía blanco otro decía negro, y todos parecían ampararse bajo la luz de la verdad.
Leyó y leyó, mientras su padre seguía arando el campo y dormitando su siesta al son de las lecturas de los autores contemporáneos. Un día se despertó sobresaltado por un fuerte golpe de Manuel al cerrar un libro. Le miró con ojos aturdidos aún por el sueño. El joven, ya de treinta años, le miraba sonriente y contento con un enorme libro en su mano.
– Padre – le anunció solemene esa tarde en la que el Sol descendía amable sobre la tierra -. Ya he acabado de estudiar, ahora iré a la capital y hablaré con los sabios para cambiar el mundo.
Manuel padre se quedó boquiabierto mirando a su joven hijo. No conseguía saber a dónde quería ir aquel extraño hijo suyo con tanta lectura.
– Pero Manuel – le dijo con la voz quebrada por los años – ¿Y nuestro campo?. ¿Qué será de nosotros sin tu ayuda?.
El joven le miró sonriente. Meneó la cabeza como si ya hubiera meditado la respuesta de antemano.
– No se preocupe padre – siguió solemne -. En la ciudad encontraré trabajo y les mandaré una ayuda para que puedan vivir con comodidad.
El viejo campesino agachó la cabeza y suspiró. Miró largo rato la cosecha que, madura y alegre, esperaba ser recogida.
– No se trata de eso Manuel – le dijo suavemente -. Se trata de quien cuidará este trozo de tierra que mi padre me dió y que yo quería darte a tí.
– No se preocupe por eso padre – respondió el joven mirándole con fijeza a los ojos -. Debemos heredar la tierra, toda la tierra. Quiero cambiar el mundo para que las cosas vayan mejor, he estudiado a todos los sabios y sé que en la ciudad aceptarán mis consejos.
El anciano padre quedó mudo mirándole como si aquel idealismo de juventud procediera de algún planeta lejano del Universo. Se encogió de hombros y agarrando la bota de vino le dió un buen trago. Luego volvió a bajarse el sombrero y siguió durmiendo la siesta. De nada más hablaron aquella tarde.
Manuel, con su tarjeta recien adquirida, desembarcó en la gran ciudad. Para vivir en ella era necesario agenciarse una especie de tarjeta de crédito con la que se efectuaban todos los pagos. Le había costado grandes esfuerzos conseguir una, dado que no poseía aval para poseerla. Afortunadamente su padre había ofrecido como aval su tierra, y el funcionario, tras contemplar fijamente los criterios barométricos en una pantalla de ordenador le había adjudicado al joven una tarjeta de clase E.,
Buscó un hotel de su clase para poder dormir aquella noche, y tras comer en un restaurante en el que aparecía el código de su letra en la ventana, comenzó a soñar en lo que haría en aquella gran urbe de quince millones de personas. Continuamente sonaban coches y sirenas que le impedían conciliar el sueño con profundidad. Aquella misma noche, alejado del silencio de los arboles y el canto de los pájaros, Manuel comenzó a temer que algo no iba bien en su camino. Decidido dió media vuelta en el lecho y se enfrascó en la única tarea posible: dormir.
Cuando despertó fue a uno de los establecimientos donde existían las máquinas de búsqueda de empleo. Colocó su tarjeta, aceptó pagar el importe de aquel servicio, y comenzó a tratar de rellenar todos las casillas de codificación. Sólo pudo colocar que había realizado la educación obligatoria por el Estado y que su experiencia profesional eran las labores del campo. La máquina, insensible a cualquier tipo de argumentación, le pidió que esperara un momento para procesar su información y finalmente escupió un papel con su nombre y un código numérico. A partir de ahora, rezaba aquel papel, tenía que identificarse con aquel número y ofrecerlo para cualquier oferta de empleo que recibiese.
Manuel lo guardó confiado en que pronto sería llamado para su primer empleo en aquella ciudad. Entró en un bar y pidió un café. Al ofrecer su tarjeta el empleado le miró con enfado.
– ¿Es usted imbecil? – le espetó con ira el camarero. Parecía que Manuel fuera un viejo enemigo odiado durante siglos -. Este establecimiento es para caballeros de clase B.
El joven comenzó a balbucear una excusa cuando una mano en el hombro le hizo darse media vuelta.
– Acaba usted de infringir el reglamento municipal 9.878-D – le dijo un hombre con una placa de inspector en la chaqueta -. Tendrá que abonar la multa correspondiente.
Manuel parpadeó y comenzó a tratar de explicar que todo aquello era debido a un sencillo error. Que acababa de llegar y no estaba acostumbrado a aquello. El agente, impasible, sacó una máquina de una especie de bolsa con un anagrama oficial que llevaba.
– Si me permite su tarjeta – le dijo con tono rutinario .
La máquina dió un silbido y comenzó a procesar vertiginosamente la información de aquel sujeto, almacenándo aquella incidencia en la memoria central.
– Ha tenido suerte – comentó el agente mirando el comprobante que había escupido la máquina -. Es su primera infracción, por lo que no existe recargo alguno.
Le hizo firmar en un pequeño papel que había soltado la maquina, se quedó con la copia, y luego le miró fijamente.
– Tenga usted más cuidado la próxima vez – le dijo con voz de amenaza mientras la clientela contemplaba con desprecio cómo aquel sujeto se había atrevido a traspasar un recinto reservado para usuarios de clase B.
Agarró un autobus que llevaba su distintivo, y olvidando lo sucedido decidió ir a hablar con algún profesor de universidad. Estaba deseoso de poder tener una conversación erudita con aquellos hombres que eran los detentores del saber que tanto había amado a través de los libros.
Al entrar en la puerta de la Universidad comprobó que para acceder a ella había que pasar la tarjeta por una ranura para que una especie de torno le permitiera el paso. Al hacerlo sonó una especie de pito, indicándole que no tenía autorización para acceder a aquel recinto. Volvió a intentarlo y de nuevo sonó aquel zumbido que delataba su molesta presencia.
Un viejo ordenanza se acercó a él desde la pequeña habitación en la que se hallaba. Iba cojeando y le miraba con curiosidad.
– ¿Qué hace usted aquí joven? – le dijo con voz amable.
Manuel suspiró aliviado. Por fin alguien se interesaba por hablar con él. Desde que había estado en aquella ciudad no había conseguido establecer contacto con nadie. Todo el mundo iba con prisas y muy atareado mirando al frente.
– Vengo a hablar con algún profesor -le dijo el joven – Quisiera saber qué tengo que hacer para introducirme en las tertulias que establecen los sabios de esta Universidad.
El anciano pestañeó lentamente.
– Usted no es de aquí, ¿verdad? – le preguntó en voz baja.
Manuel meneó la cabeza negativamente. A instancias del anciano le cedió la tarjeta. Con ella el ordenanza se dirigió a una terminal que tenía en su pequeño despacho y contempló la información que aparecía en ella.
– Esta tarjeta ha sido reprogramada con información actualizada de su condición – le dijo el anciano devolviéndosela -. Usted no tiene autorización que le permita acceder a este recinto.
El joven quedó mudo sin entender nada. El tan sólo quería charlar, intercambiar ideas tal como había leído que hacían los sabios.
– Mire – trató de explicarse al viejo ordenanza -. Vengo de lejos con el deseo de ayudar a cambiar el mundo. He leído mucho y creo que tengo algunas pistas sobre cómo podríamos hacer que el mundo fuera justo e igual para todos.
Antonio, el ordenanza, abrió la boca y la dejó así durante un largo rato. Cuando finalmente pudo cerrarla decidió que aquel hombre debía estar sencillamente loco.
– Larguese de aquí si no quiere que llame a seguridad – farfulló dando media vuelta y dirigiéndose a su habitáculo de trabajo.
Manuel suspiró desalentado. En su imaginación había pensado hablar con los sabios que llevaban el control de la sociedad. Con aquellos incansables buscadores y detentores de la verdad que permitía el avance de la humanidad sobre la ignorancia. Sin embargo, no había conseguido siquiera traspasar la puerta del recinto.
Vagabundeó por las calles pensando cómo debería abordar aquel obstáculo. Se decidió por escribir una carta al rector explicándole su deseo de colaborar en algún proyecto de reforma social. El pobre Manuel creía que las enseñanzas de Platón y Marx tenían que ser todavía aplicadas, que todo los errores habían sido debido a la ignorancia, al desconocimiento, y nunca provocados por la maldad humana. Manuel creía que el hombre era bueno y que sus gobernantes buscaban el gobierno justo, tal como había leído durante toda su vida.
La carta le fue devuelta sin abrir. Se había olvidado de colocar el número de código de acceso que permitía que el despacho del rector pudiera pasar su carta. Escrito a máquina se le sugería que fuera tan amable de dar su número de identificación y el código de acceso para que el rector pudiera leer su misiva.
Tras unos días, y cansado de vagar sin rumbo fijo, decidió personarse directamente en una unidad de salud mental de uno de los barrios más marginales de la ciudad. Manuel había alterado los datos de su tarjeta, práctica habitual en la ciudad, y se había colocado el título de psicólogo bajo previo pago de una buena cantidad de dinero. Aquella falsificación le había costado largas horas de remordimientos, mentir era algo que no entraba en su criterio de valores, pero pensó que era la única manera de poder salir de aquella situación absurda.
Esperó pacientemente en la sala de espera a que el encargado de la unidad saliera de su consulta y le abordó resuelto.
– Quisiera colaborar con ustedes en su ayuda a los enfermos – dijo mostrando toda la entereza posible cuando el doctor le miró desde las alturas de sus gafas clínicas.
El médico se mostró amable, le pidió la tarjeta y comprobó los datos en el ordenador. Meneó lentamente la cabeza.
– No es habitual que alguien venga de esta manera a prestar su colaboración joven – le dijo mirando fijamente la pantalla. – De todas maneras usted carece de los requisitos para poder entrar en esta institución.
– Trabajaré gratis – casi suplicó Manuel -. Sólo quiero colaborar para que la vida de mis semejantes sea mejor y más placentera.
El doctor Gutierrez le miró desde sus impertinentes anteojos.
– Verá usted – comenzó a explicarle pacientemente -. Usted tiene el título necesario para poder ejercer, pero no consta aquí de qué grupo forma parte.
– ¿Perdón? – respondió un confundido Manuel.
– No consta su afiliación a ninguna de las escuelas psicológicas internaciones – contestó inmutable el sabio doctor -. Yo por ejemplo soy de la Internacional Freudiana.
Extrajó una tarjeta de plástico y se la mostró orgulloso. Manuel dió un respingo ante la aparición de una nueva tarjeta.
– Aquí sólo ejercen los de nuestra escuela – siguió el profundo conocedor del alma humana -. En otra unidad se encuentran los de la Escuela Biologista, en otra los de la Escuela Conductista, en otra los de la Cognotivista Americana, en otra los de la Fenomenológica Alemana, en otra…
Manuel dejó que aquel hombre comenzara a nombrarle en cuantos subespecies se dividía la subespecie del conocimiento humano llamado psicología.
– Usted es un autodidacta – oyó una voz llena de desprecio que culminaba toda la larga explicación sobre cómo se hallaba ordenado aquella rama del saber.
Manuel por un momento sonrió con orgullo. Eso sí era cierto, había creído, tal como ponía en los libros, que eso era la mejor educación que un hombre podía tener.
– Cierto – abrió la boca el joven sin poder evitarlo.
El ilustre doctor meneó la cabeza mostrando una evidente muestra de lástima por aquel ejemplar que no había sabido integrarse en algunas de las corrientes de su disciplina.
– Lo siento, no puedo ayudarle – le dijo seco -. Aquí tenemos una responsabilidad con los enfermos, y usted no ofrece garantías que nos permita evaluar su caso.
Manuel don Nadie salió lentamente del hospital. Era cierto que a medida que había ido leyendo los libros se iban haciendo cada vez más sectarios, más de una opinión fija y rigida defendida por sus seguidores. De las viejas polémicas de la antigüedad basados en dos escuelas distintas se había ido pasando con el correr de los siglos a la ausencia de polémica basada en la existencia de miles de escuelas distintas.
Aturdido pagó la multa con recargo por querer consumir un café en un establecimiento no autorizado, y comenzó a darse cuenta del mundo en el que habitaba. A nadie aquí le importaba la búsqueda de la verdad universal, sino la defensa de su corpusculo de poder. No existía la verdad, sino los grupos de poder que se nutrían de seguidores admiradores de los privilegios que concedían por su adscripción.
No era una cuestión de verdad, sino de utilidad. El sueño de los sabios de una verdad que uniera a todos bajo su manto se había transformado en la realidad de saber elegir a qué organización no gubernamental te unías, en qué corriente científica te incluías, qué ideario te ofrecía mayores ventajas.
Asqueado aquel ciudadano de clase E cogió su autocar de clase E, comió su cena de clase E, durmió en su hotel de clase E y soñó con el trauma de la clase E. Cuando se levantó hizó su equipaje de clase E, pagó con su tarjeta de clase E y se dirigió allá a la tierra de su padre. Allá donde un hombre sólo era medido por el paso del Sol y las vueltas de la Luna.
Allá, a la sombra de un arbol, Manuel meditaba sobre lo ocurrido una y otra vez. ¿En qué se había equivocado?. Triste y meditabundo se echaba a sí mismo la culpa del fracaso de su ideal: tenía que haber intentado integrarse de otra manera, haber estudiado bajo la guía de algún profesor autorizado, ser de otra manera.
– A la mesa – dijo su madre.
Se levantó desganando y se dirigió al interior de la casa. Comió con apatía y luego encendió la televisión. Su padre se levantó y se dirigió a una estanteria donde habian unos cuantos libros.
Se sentó y comenzó a leer un libro pequeño.
– ¿Ya no lees hijo? – dijo el padre sin mirarle.
– No – fue la respuesta apática de su hijo.
Pasó el rato y finalmente Manuel comenzó a mirar a su padre. En ocasiones le había visto leer aquel mismo libro.
– ¿Qué lees? – pudo al final su curiosidad.
– La historia de Jesús el Nazareno – respondió su padre.
– ¿Jesús? – dijo Manuel.
El padre asintió y siguió leyendo. El tiempo iba pasando mientras Manuel seguía absorto mirando la televisión.
– ¿Tú que piensas de Jesus? – le preguntó su padre.
El joven parpadeó sorprendido.
– ¿Hablas conmigo?- dijo como saliendo de un trance.
– Sí – respondió afable.
– Bueno, es un personaje histórico sobre el que se ha escrito muchas cosas. Sería muy largo explicarte todas las escuelas que…
– Bien, no tengo prisa – le interrumpió su padre.
Manuel comenzó a hablar y a hablar sobre todo lo que estaba relacionado con él. Habló y habló sin cesar. Su padre le escuchaba y de vez en cuando rebatía una idea u otra.
– Seguiremos más tarde si te parece – dijo finalmente pues tenía que seguir con las faenas del campo.
Manuel quedó cortado y no supo qué decir.
– Puedes acompañarme si quieres – habló su padre -. Es un buen oficio el mío.
El joven se sonrojó y bajó la cabeza.
– Gracias padre – respondió aquel que no sabía cómo ganarse la vida.
Se dirigieron al campo, hicieron las labores mientras el Sol iba deslizandose plácidamente hacia Occidente y retornaron a casa al anochecer. Por el camino Manuel seguía hablando.
– El tema se complica cuando comienzan a aparecer iglesias que se odian a muerte – comentaba Manuel.
El padre asentía mientras miraba el sendero de retorno a casa que tantas veces había pisado. María tenía el guiso preparado y esta vez Manuel comió con más ganas. Al terminar comenzó de nuevo a hablar sobre el tema.
– Nuestro hijo ha leído mucho – dijo sonriente María.
El joven se sintió orgulloso. Siguió hablando y hablando en torno al personaje de Jesús. De pronto su padre le interrumpió y le comentó un hecho de la vida de aquel hombre de la antigüedad. Lo narró con tal pasión que bien semejaba que aquella hazaña hubiera sido realizada aquel mismo día. Manuel se sorprendió de lo bien que contaba la historia su padre.
Así fue como padre e hijo hablaron durante tiempo, mucho tiempo, sobre Jesús el Nazareno. Manuel comenzó a pensar de una manera distinta a medida que iba pasando los días marcados por el compás de la Tierra, la Luna y el Sol.
Pero eso, como suele decirse, es ya otra historia.