El Bohemio
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Erase una vez, en alguno de esos pueblos perdidos de España, que sonó por la calle mayor el sonido de un carro que se iba acercando lentamente. La gente del pueblo acababa de salir de la misa del domingo, aquel rito en el que todos tratan de mostrarse lo más decente y correcto posibles. Tras la simulación los niños corrían nerviosos, y los jovenes se lanzaban miradas furtivas cargadas de un deseo imposible. Tan sólo los viejos se movían satisfechos, con esa satisfacción de saber que todo está en el orden aprobado, bajo su mando y dominio.
El cura del lugar aleccionaba a uno de sus feligreses sobre la necesidad de control conyugal cuando el sonido del carro se le hizo evidente también para él. Dirigió su mirada hacia el fondo de la calle mayor, el único camino que unía al pueblo con el exterior, y vió cómo un enorme perro negro aparecía trotando con un aire semejante a un lobo de los montes.
El sonido del carro se hizo aún mayor y el pueblo quedó parado, absorto en aquella extraña novedad. Cuando apareció el vehículo todo el mundo respingó instintivamente al contemplar su extraña imagen. Un gran caballo plateado empujaba un carro decorado con mil y un dibujos distintos. Cada uno de esos dibujos provocó un estremecimiento en la mente del cura. Esos símbolos tan sólo aparecían en los libros que cuidadosamente él guardaba sobre alquimistas y hechiceros.
Manejando el carro apareció la figura de un hombre vestido de negro, con un sombrero ancho y calado que impedía ver su rostro. El carro siguió su camino hasta llegar a la plazoleta donde estaban reunidas las personas, la plaza mayor, y sin mediar palabra detuvo el vehículo con un chasquido seco de su lengua. El caballo movió nervioso su cabeza y quedó clavado al instante.
El hombre alzó la cabeza y miró al cielo directamente, sin atender a las miradas que la gente le lanzaba. Sonrió suavemente y entonces dirigió su vista al grupo que le rodeaba.
– Buenos días – dijo con voz fuerte y clara.
La respuesta fue una mezcla de silencio y murmullo, la apariencia de aquel forastero no era grata a los ojos del pueblo. El forastero sonrió, como si ya estuviera sobre aviso de la reacción, y de un agil salto se plantó en tierra. Acto seguido se dirigió hacia uno de los laterales del carro y moviendo una palanca saltó un mecanismo que abrió una enorme pancarta en la que, entre brillantes colores y rutilantes estrellas, aparecía un nombre: Eloiso. El Hechicero.
El cura respingó al leer aquel título, y los pocos que podían leer difundieron el texto entre la multitud de analfabetos de la que constaba la población. Pronto se produjo una fuerte murmuración repleta de nerviosismo y excitación.
El forastero, sin mediar palabra, sacó una mesa y unos cuantos objetos del carro, se colocó una capa y saludó entonces con una elegante reverencia.
-Señoras y señores, les agradezco su atención. Vengo de otras tierras de las que traigo secretos maravillosos y curas extraordinarias para el bien de ustedes – recitó con voz teatral.
Sonrió y alzando una mano al publico la mostró abierta, luego la cerró y al volver a abrirla una llamarada surgió de ésta. El público lanzó un grito de admiración y pareció que diera un paso hacia atrás. Acto seguido el forastero se sacó el sombrero, lo mostró al público y finalmente sonriendo sopló suavemente en su interior.
En el acto una blanca paloma surgió del sombrero volando rauda hacia lo alto. El publico aplaudió ante aquella estampa. El forastero sonrió e inclinó la cabeza en señal de reverencia. La paloma dió unas cuantas vueltas en el aire y finalmente fue a descansar sobre un hombro del hombre. Este ladeó la cabeza y pareció que la escuchaba.
– Me dice mi amiga que entre ustedes hay personas que están deseosas de que se les adivine el porvenir, y de adquirir remedios extraordinarios para su salud. Han tenido suerte pues pienso quedarme unos días en las afueras del pueblo.
De inmediato, ante el pasmo general, el forastero colocó sus cosas en el interior del carro, volvió a mover la palanca provocando que se cerrar la pancarta y de un agil brinco se subió al montante. Dió un chasquido y el caballo relinchando con fuerza dió media vuelta dirigiéndose de nuevo por la calle mayor hacia el exterior. El negro perro, que parecía mudo, trotó al lado del carro como si tal cosa.
La gente se quedó mirando atónita la salida del forastero hasta que, a una distancia ya grande, comenzaron a sonar murmuraciones entre ellos. El cura se prometió a sí mismo dar el próximo sermon sobre el pecado de consultar hechiceros, y el riesgo para el alma que ello implicaba. Pero eso tendría que esperar al día siguiente, y para captar a todos, al próximo domingo.
De entre la gente una muchacha morena movía nerviosa sus manos por el vestido, sus grandes ojos negros miraban absorta a la lejanía, al punto donde se había marchado aquel misterioso forastero.
Mediada la tarde, cuando las tareas del campo así lo permitían, algunas personas comenzaron a pasar por el carro del forastero. Este había sido localizado rápidamente por una pandilla de chiquillos que, exictados, habían pasado la mañana siguiendo al carro hasta descubrir donde había acampado. El hombre había desengachado al caballo del carro, y tal parecía que se hubiera instalado de manera permanente por el aire de calma que transmitía.
Hacía ya muchos años que no pasaba un hombre de las características de aquel. El pueblo sabía por experiencia que cuando pasaba uno de aquellos sujetos traía con él remedios medicinales basados en hierbas que, eficazmente, podían curar muchas dolencias que no podían ser tratadas por la rudimentaria medicina que se poseía. De ahí que la gente mayor se acercara a preguntar a ver si traía algo para sus achaques.
Los jovenes probaron su suerte en el interior del carromato, para averiguar qué les deparaba el destino. Todos ellos salían con los ojos soñadores, tal como si efectivamente por ellos mismos tuvieran un camino que realizar.
Los niños, que parecían haberse quedado con el forastero de manera permanente, continuamente le demandaban nuevas demostraciones de magia al hombre de negro. Este sonriendo iba de vez en cuando sacando monedas del aire, flores, y de vez en cuando incluso alguna golosina que regalaba ceremonialmente a los chiquillos.
Así pasó el forastero unos cuantos días, jornadas en los que al atardecer era contemplado a distancia por unos grandes ojos negros que le miraban furtivos desde la distancia de un montecillo. La muchacha, siempre con el pelo revuelto y aire de animal salvaje, gustaba de merodear por las tardes en las afueras del pueblo. Eso había provocado que desde siempre se la asociara con las cabras salvajes que brincaban por las rocas del monte.
Una noche la muchacha se acercó al fuego que brillaba de noche en el campamento del forastero. El perro negro apareció ante ella y se la quedó mirando silencioso. Luego hizo un gesto con la cabeza y acompañó a la muchacha al lugar donde el hombre miraba absorto las llamas.
El forastero se marchó. Se llevó consigo, de aquel pueblo, los sueños de otra realidad que velaban en el corazón y un tesoro: la muchacha de negro pelo revuelto que por fin encontró la salida de un lugar cuya alma no quería.